El Negro se estiró en toda su extensión y bostezó ampliamente. Una hoja amarilla se desprendió del limonero y jugueteó un rato en su aliento. Un movimiento rápido y brusco pareció despertarlo de vaya a saber qué sueños, pero no. Sólo un reflejo mecánico para espantar lo que él debió imaginar como una mosca y en realidad es el vestigio de un otoño somnoliento.
Así lo recuerdo. Como si una y otra vez la imagen se repitiera en la exacta sucesión de gestos pequeños. Como si una y otra vez el otoño comenzara en ese sitio, en ese instante.
El olor penetrante de los azahares atemperaba su modorra a un nuevo cambio en el ambiente. El Negro no podría definirlo de manera precisa pero sabía, como lo sabían todos sus congéneres, que el otoño había comenzado por una serie de señales precisas, pero sobre todo por los aromas nuevos que invadían el aire.
El cuerpo largo y macizo del Negro se acomodaba en largas siestas debajo del limonero. Le gustaban esas largas tardes aromadas de limones y hierbas. Era simple y bueno, pero solía ser feroz y temerario. Tenía el cuero oscuro y brilloso, y un porte masculino y audaz. Él y yo nacimos el mismo día y desde que sé recordar estuvo siempre conmigo.
Se trenzaba en peleas feroces y clandestinas por las que se pagaban fortunas y se lloraban algunos muertos en combate como si fueran hijos. Porque en esos galpones llenos de aserrín y con olor a orín y a vino y a sudor, el Negro y sus rivales no eran más que eso: simples huérfanos que peleaban a muerte. Y cuando esa muerte llegaba manchada de sangre y vísceras, algún hombre lloraba, no la pérdida del compañero sino la certeza irrefutable de su propia soledad.
Cuando cumplí catorce años, mi padre me llevó a ver una de esas peleas. Rito de hombres, código tácito para el comienzo de una vida adulta. Mi padre no hablaba mucho y no me había dicho a qué íbamos él, el Negro y yo al galpón de los Iraola. Ahí lo supe, de manera soez: el Negro ,mi fiel compañero grandote , mi cómplice de aventuras infantiles, tierno , bueno y juguetón , peleaba. Peleaba en un improvisado ring-side donde bullían los gritos y el dinero de la misma manera. El Negro tenía su séquito de apostadores, que pagaban fortunas por verlo en acción.
Él, entonces, se transformaba. Su semblante simple y bueno se volvía torvo y amenazante, los músculos brillosos se le tensaban, y se le erizaban los pelos duros. Daba golpes certeros e inesperados que dejaban a sus adversarios tendidos en el ring. A veces mostraba una faz casi perversa cuando les mostraba los dientes babeantes después de haberlos derribado.
En esos antros oscuros y mugrientos el Negro sólo volvía en sí cuando la pelea terminaba y se iba al lado de mi padre que lo palmeaba orgulloso, mientras contaba billetes.
Sé que nunca peleó por plata, quizás porque nunca le había interesado un fajo de papeles dibujados con los que él no sabía mucho qué hacer, o porque sabía que pelear significaba un pedazo de carne para su hambre o el ajeno. Sólo muchos años después comprendí que su expresión de dientes brillosos y babeantes era el rostro mismo de la desesperación.
No sé si fue por esa pelea que no volvimos a inventarnos las siestas junto al río o debajo del limonero, o quizás porque yo empecé el internado y me interesaban más las chicas que ensuciarme con barro o salir a pescar.
Esa tarde cuando volvimos con él y mi padre, una tristeza dulce y punzante se me había metido en el pecho. Hacía frío y estaba anocheciendo y yo sentía unas ganas de llorar irrefrenables. Algo, no sabía muy bien qué, se me había escurrido de las manos. Por momentos odié a mi papá, por haberme arrancado toda la bondad y la ternura del Negro, que dormía extenuado en la parte de atrás de la camioneta.
Esa misma noche, después de cenar, cuando todos escuchaban la radio, me acerqué al limonero del patio y lo llamé silbando bajito para que nadie me escuchara. El Negro se levantó de su sueño lento y algo lastimado y vino hacia mí con su sonrisa simple y bonachona.
Había robado de la cocina los mejores trozos de carne y un paquete de cigarrillos de mi padre. Le llevaba esa ofrenda, para conjurar ese hechizo que lo convertía en un monstruo de colmillos húmedos, y volviera a ser el mismo de antes. Le acaricié llorando su cuerpo grandote y peludo, lleno de cicatrices y heridas nuevas que intenté curarle sin mucho éxito.
Y supe, de algún modo, que ese comienzo de otoño iba a ser el último que veríamos juntos. Mientras lo veía comer vorazmente moviendo su rabo de perro gigante y bueno, yo prendía mi primer cigarrillo para vengarme de mi padre, del mundo y de mi infancia.
soledad m. (amiga y colaboradora)