27.7.07

Príncipe Batracio (soledad m.)

¿Alguien conoce al Príncipe Batracio? ¿Alguna supo descubrir alguna vez ver aquel caballero de blanco corcel detrás de la viscosa piel de un sapito?¿Tuvo alguna la osadía de besar esa gran ,graan bocota húmeda y putrefacta para salvar a un pobre príncipe heredero?¿Ah, se animarían?

Mírense detrás de sus revistas de moda, las ideas bajo los secadores de la peluquería, sí, perdiendo el tiempo en boberías y en chismes y en sacarse los novios y limarse las uñas y mostrar los colmillos en cuanto aparece una más joven. Quién sabe cuántos príncipes batracios mueren en las noches de verano croando su amor y ustedes ni enteradas. No saben de la poesía batracia, ni de su misterio. Tanta canción de luna y camalote que no llega a sus sordos corazones. Frígidas todas.

Menos yo, que una vez me encontré a mi Príncipe Batracio, no me acuerdo si fue tras el portón del patio de mi casa o en el jardín zoológico cuando fuimos con Andrés y los chicos. No, fue en el zoológico, sí, me acuerdo bien. Ese Andrés, pobre, tan bobo….ni cuenta se dio.

Cuando Príncipe Batracio y yo nos miramos el mundo dejó de existir y fuimos el uno para el otro. Tan quietito, entre camalotes y agua verde. Tan sereno e impoluto en el agua estanca y olorosa…

Los chicos corrían, pegoteaban sus manos con algodón de azúcar en la campera de Andrés, se agarraban de los pelos, mientras mi príncipe y yo nos transportábamos el uno hacia el otro.

¿Cómo nadie lo vio antes, cómo nadie se percató de ese sapito de ojos oscuros parado en la laguna de los flamencos? ¿Nadie vio su corona dorada de papel de chocolate brillarle sobre la testa? Nadie, sólo yo, fui elegida y caí bajo el hechizo de su boca sensual y majestuosa. Porque el amor verdadero es así: se está destinado o no. Y sucede, simplemente.

Me lo llevé con mucho esfuerzo, después de sobornar al guardián de los flamencos para que me dejara entrar en la laguna y liberarlo de esos barrotes rosados y frágiles. Costó mucho convencer a Andrés de que era una mascota para los chicos. Lo deposité suavemente en la cartera, en la funda del celular para que fuera más cómodo y calentito.

Por la noche, le rogué a Andrés que durmiera en el sofá y me llevé a Príncipe Batracio a mi cama. Ninguna de ustedes sabe, ni sabrá nunca, bajo esas pelucas de metal rosado que les queman las neuronas, de la exquisitez de la boca de un príncipe moro, de sus labios carnosos, de su piel morena y sibarita, de su hambre de mí, de los rincones de sus tatuajes que bailan entre sus músculos, de su orgasmo susurrante y masculino, cuando deja atrás su piel viscosa y moteada. De su rara mirada negra como una noche sin estrellas, de los aros que encadenan su nariz a este hechizo.

Andrés no lo supo nunca: es más, cansado del sofá, de mí y de mi amor por Príncipe Batracio, se fue. Nunca me entendió brillante como una luna en el Bósforo por las mañanas, cuando, mientras hacía las tostadas, recitaba poesías eróticas en idiomas extraños que ni yo conocía. Me miraba con el café humeándole en las narices nublando sus ojos desencajados. Durante unos meses, meneaba la cabeza resignado y partía a trabajar. Me creía trastornada o enferma y me aconsejaba tratamiento psiquiátrico.

Después, se enojó, chilló, pataleó, se fue con otra, volvió, imploró su amor, y yo, ni. ¿Cómo puedo cambiar a mi Príncipe Batracio? ¿Cómo olvidar su verde piel húmeda transformarse en terciopelo oscuro e insaciable por la noche?

Ahora estamos mejor, tenemos un cuarto y la dicha entera para nosotros. Nos gustan los atardeceres de verano, cuando el ocaso se enrojece de vergüenza ante nuestros besos y el croar de mi hombre-sapo se transforma en sibilantes obscenidades foráneas que me dice al oído.

Nadie nos entiende, ni los enfermos ni los doctores. Y es lógico: porque no tienen el coraje ni la fantasía de nuestro amor. Y los médicos trabajan para que sus mujeres quemen la poca inteligencia que les queda en la peluquería y se ensordezcan con los chismes y las revistas de moda. Y así, el corazón se les endurece y miles, millones de príncipes sapos mueren en los charcos cantándole a la luna en vano. Porque no los escuchan y no pueden salvarlos.

Por suerte, yo iba poco a la peluquería, no lo soportaba. Y aún así llena de canas como estoy, Príncipe Batracio me mira como si yo fuera su Rapunzel. No le importa nada de mí, más que yo, desnuda e íntegra, impoluta y transparente como una hoja en el viento, como un barquito de diario en el Bósforo, que es así como él llegó hasta acá. Para buscarme.

Mientras tanto, en voz baja y susurrante, soy el centro de los chismes: dicen que estoy obsesionada psicóticamente con un animal, un raro caso de zoofilia, dicen. No saben nada y cambian la medicación constantemente.

Dicen que a la noche se escuchan mis gemidos. Y claro, no son sólo míos.

Pero no entienden. Rara la persona acá adentro que se anime al amor. Rara. Yo nada puedo hacer para convencerlos de algo que no sienten y no escuchan: el latido de su propio corazón. Tan parecido al croar de un simple sapito por las noches de luna llena.



soledad m. (amiga y colaboradora)

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